El humor para señalar lo doloroso

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En la escritura de La Changuita el puntapié inicial fue un ámbito que me resultaba especialmente atractivo: un modesto puesto de carne asada en la Costanera Sur. Intuí desde el comienzo que ese espacio podía ser fértil para desplegar un universo ligado a la cultura popular argentina, un territorio que me resulta tan estimulante como inagotable para la construcción teatral. El proceso de escritura se extendió durante casi cuatro años, hasta que encontré un sistema de personajes y un tono capaces de habilitar con humor e ironía una mirada sobre lo popular. El humor, en este sentido, funciona como herramienta para señalar lo doloroso, lo absurdo y esa violencia invisibilizada que suele atravesar los vínculos entre identidad, mercado y espectáculo. Así, los temas que sobrevuelan la obra –y que admiten múltiples lecturas– se apoyan en personajes frágiles y contradictorios, permitiendo que emerjan pequeñas sutilezas de lo humano. Ese corrimiento de toda solemnidad dota al material de una sensibilidad que me interesa profundamente.

Cada vez que escribo una obra me planteo ciertos desafíos. El primero es que la obra logre entretener, en el sentido en que lo formula Mauricio Kartun: “tener entre” al espectador. No se trata de pensar un teatro superficial, sino de no perder nunca de vista el vínculo vivo con quien mira. El objetivo es captar su atención, sostenerla y encender su entusiasmo. Otro desafío que me estimula es que la obra esté atravesada por ideas o problemáticas que me interese poner en juego, pero siempre buscando abrir más preguntas que respuestas. Evito toda lectura unívoca, convencido de que subordinar la potencia escénica a un mensaje cerrado no solo empobrece la experiencia teatral, sino que condena a ese mismo mensaje a volverse inofensivo dentro de esa experiencia disminuida. No me interesa “enseñar” algo ni indicar qué se debe pensar; no creo tener más para decir sobre la vida, el amor o la política que cada espectador. Lo que busco es provocar una experiencia sensible, intensa y, con suerte, transformadora. En La Changuita siento que hay mucho de esas premisas: es una obra divertida, con mucho humor, pero capaz de habilitar múltiples lecturas y percepciones.

La anécdota se sitúa en un puesto de carne asada en decadencia, atendido por Gloria y José, pareja y dueños del lugar. Esa jornada los acompaña Antonio, padre de Gloria, poeta marginal de José C. Paz, alcohólico, enfermo, que sobrevive gracias a un tubo de oxígeno portátil. Mientras otros puestos de la Costanera se reconvierten con éxito hacia la moda gourmet y la cocina internacional, La Changuita se hunde en la nostalgia de un costumbrismo que ya no atrae a nadie. Gloria y José sueñan con transformarse y pasarse a la comida tailandesa, pero no cuentan con recursos para hacerlo. En medio de la crisis aparece Andrew, un influencer estadounidense fascinado con la cultura popular argentina, que organiza un concurso con un premio de 20 mil dólares a la mejor “historia auténtica” del folclore nacional. Ante esa posibilidad, Gloria, José y Antonio urden una estrategia para ganar. Como afirma la sinopsis de la obra, la cultura popular argentina, en su intento de sobrevivir, se disfraza de sí misma para disimular lo que ya no es. Pero se le nota.

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La puesta en escena parte de una estética realista, que sirve como anclaje para el delirio progresivo de las acciones. La escenografía, el vestuario y la iluminación construyen un universo reconocible –el de un puesto callejero de carne asada–, pero se permiten desbordes visuales y simbólicos que intensifican la poética de lo popular y tensionan lo auténtico con lo impostado. Desde la actuación se trabaja también en una lógica realista, atravesada por pequeños desvíos expresivos que subrayan el absurdo y el sarcasmo presentes en el texto. Comparto elenco con Javier Barceló, Graciana de Lamadrid y Aníbal Tamburri y la asistencia de dirección es de Romina Puig.

*Autor, director e integrante del elenco de La Changuita.

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